La muerte es un estado simbólico, siendo la ausencia irreparable del ser, puede tomar un sin fin de significados y paridad en circunstancias. Si una persona estando viva jamás hace presencia en tu vida de nueva cuenta, está entonces, por definición conveniente, en calidad de muerto; si no se establece comunicación de ninguna clase y no hay existencia física presencial en los alrededores, viene siendo, en la práctica, como si estuviera muerto. Y por práctico que parezca, este punto de vista tiene una falla estructural: la resurrección.
Mientras que la palabra es un mito religioso y un término que acecha a los médicos, para nosotros, los que pensamos nuestra vida como seres ordinarios y fantásticos, representa una irritante posibilidad de inmiscusión. Dando a la persona por muerta y enterrada en viejos recuerdos, uno puede, por ejemplo, ser furtivamente acosado por la posibilidad de un reencuentro mientras se pasea lejos del hogar visitando bancas y puentes en la Argentina invernal, al sentir una mano tomar la tuya la mitad de una película de Bergman en una sala clandestina de cine en Bruselas o buscando petróleo en Machu Pichu.
Pero, gracias a la magia de la dualidad absoluta en todo estado y condición humana, existe la posibilidad de ver a alguien morir de pie, mientras continúa respirando y observándote, viéndola sabiendo que no está. Por ese motivo lo sé. Lo sé... sólo lo sé. Te veo y confirmo que pese a que estamos tomados de las manos frente a una iglesia, tú ya no estás aquí. Ante mi cita de las 5, tus ojos me dan a entender un significado más de la muerte, uno que jamás me hubiera gustado saber: la de perecer sin abandonar lo corpóreo. Sabía que esa sería la última vez que nos tomaríamos de la mano, que nos veríamos de la forma en que lo hacíamos, que cada uno tomaría su camino para adoptar calidad de muerto en la vida del otro. Y, sinceramente, espero que este estado mortuorio sea irreversible y no tengamos un embarazoso encuentro en alguna tienda de mascotas o en un cementerio, porque ambos sabemos que el otro no reaccionará como uno desea y tendremos un inefable pesar, que probablemente, no lo sé, tendrá que ver con que nos volveremos a sentir vivos y ansiosos de romper con la calidad ajena de muerto en vida, porque no te veo pero sé que estás.
Mientras que la palabra es un mito religioso y un término que acecha a los médicos, para nosotros, los que pensamos nuestra vida como seres ordinarios y fantásticos, representa una irritante posibilidad de inmiscusión. Dando a la persona por muerta y enterrada en viejos recuerdos, uno puede, por ejemplo, ser furtivamente acosado por la posibilidad de un reencuentro mientras se pasea lejos del hogar visitando bancas y puentes en la Argentina invernal, al sentir una mano tomar la tuya la mitad de una película de Bergman en una sala clandestina de cine en Bruselas o buscando petróleo en Machu Pichu.
Pero, gracias a la magia de la dualidad absoluta en todo estado y condición humana, existe la posibilidad de ver a alguien morir de pie, mientras continúa respirando y observándote, viéndola sabiendo que no está. Por ese motivo lo sé. Lo sé... sólo lo sé. Te veo y confirmo que pese a que estamos tomados de las manos frente a una iglesia, tú ya no estás aquí. Ante mi cita de las 5, tus ojos me dan a entender un significado más de la muerte, uno que jamás me hubiera gustado saber: la de perecer sin abandonar lo corpóreo. Sabía que esa sería la última vez que nos tomaríamos de la mano, que nos veríamos de la forma en que lo hacíamos, que cada uno tomaría su camino para adoptar calidad de muerto en la vida del otro. Y, sinceramente, espero que este estado mortuorio sea irreversible y no tengamos un embarazoso encuentro en alguna tienda de mascotas o en un cementerio, porque ambos sabemos que el otro no reaccionará como uno desea y tendremos un inefable pesar, que probablemente, no lo sé, tendrá que ver con que nos volveremos a sentir vivos y ansiosos de romper con la calidad ajena de muerto en vida, porque no te veo pero sé que estás.
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