martes, 22 de enero de 2013

Canción de Hotel

Miodesopsia en mis ojos.
Despertar en un cuarto de hotel.
Cigarrillos y mentiras.
Yo soy un niño, es demasiado pronto.

Era la primera vez que veía llover así, y por alguna razón estaba asustado. No por el chubasco, o porque estaba en el umbral de un hotel en el que no estaba hospedado, o porque me esperaban con la preocupación de que llegara con seguridad a casa, o por el ruido que causaba el granizo chocar violentamente contra la puerta de vidrio junto a la que intentaba ver el exterior del lugar. Era suicidio salir, pero era aún más descabellada la idea de seguir ahí parado, estático. ¿Qué es lo que había pasado? ¿Qué era eso que sentía? Y más importante, ¿Por qué estaba asustado? Quería subir corriendo los 3 pisos que recién había descendido, quería revisitar los corredores que se volvían más estrechos conforme avanzaba, quería oír el crujir de la madera vieja y húmeda del piso contra la suela de mis zapatos, quería rozar con la punta de mis dedos la pierda fría de las paredes mientras me dirigía a la puerta que albergaba mi deseo irracional de seguir sintiendo ese temor en mi pecho. Con cada gota que caía se incrementaban mis ganas de ver la cruz de madera que colgaba en la pared de la habitación, de sentir ese clima casi helado pero tan bello que era causado por la falta de iluminación y lo pequeño del cuarto. Y sin embargo, nada de eso importaba, todos esos detalles y la localización exacta de la habitación en el laberinto del viejo hostal eran irrelevantes contra lo que me llenaba con esas imperativas ganas de volver: ella. Se volvió razón para amar a la disparidad de las posadas que visitamos, se convirtió en motivo para correr agarrados de la mano cuando salíamos del elevador, significó la calma de dormir en una cama que era ajena para los dos. Esa imagen mental vislumbraba mientras la niebla reptaba por la acera de la calle que daba a la entrada del hotel, una cama a la que no fui capaz de retornar ese día, no porque tuviera la necesidad, sino porque de nada servía estar esperando a que terminara una de las peores tormentas que había visto la ciudad. Sabía que tomaría horas, horas que quería pasar con ella, minutos en los que sólo quería verla sonreír mientras estábamos acostados ignorando por completo la comedia romántica que daban por la tv, segundos en los que buscaría decirle de mil formas todo lo que significaba para mí.

Y por alguna razón que desconozco, todo ese pensar ocupó mi tiempo mientras esperaba sentado en el lobby. Esperando y esperando, revisando la hora incesantemente como era mi costumbre, una costumbre muy innecesaria, el tiempo no significaba nada sin tener qué hacer, a dónde ir o sin estar con ella, siempre ha sido una forma de reflejar mi ansiedad. Algo me hace suponer que yo esperaba a que ella bajara, que buscaría la forma de que cruzáramos la mirada cuando el elevador se abriera para correr a brazos del otro, no sé. Analicé cada posibilidad en vez de materializar una sola de ellas, pero había un miedo que me bloqueaba, uno superior al querer estar con ella y no poder. En ese momento no lo sabía, o no había ninguna evidencia concreta, en esa época de nuestras vidas el dejarla representaba no volverla a ver en semanas, o meses, por las divisiones geográficas que de forma tan egoísta nos separaban. A causa de eso le tomé una estima inimaginable a los hoteles y sus canciones de elevador, representaban mi unión con ella, y, como todo en el amor, la dualidad de tener que dejarla. La tormenta terminó y salí a tomar un taxi que me llevaría a casa, sin saber que había olvidado en el cuarto los libros que había comprado y que esa era la verdadera razón para regresar al 313 del Hotel del Portal.

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