Miodesopsia en
mis ojos.
Despertar en
un cuarto de hotel.
Cigarrillos y
mentiras.
Yo soy un
niño, es demasiado pronto.
Era la primera vez que veía
llover así, y por alguna razón estaba asustado. No por el chubasco, o porque
estaba en el umbral de un hotel en el que no estaba hospedado, o porque me
esperaban con la preocupación de que llegara con seguridad a casa, o por el ruido
que causaba el granizo chocar violentamente contra la puerta de vidrio junto a
la que intentaba ver el exterior del lugar. Era suicidio salir, pero era aún
más descabellada la idea de seguir ahí parado, estático. ¿Qué es lo que había
pasado? ¿Qué era eso que sentía? Y más importante, ¿Por qué estaba asustado?
Quería subir corriendo los 3 pisos que recién había descendido, quería
revisitar los corredores que se volvían más estrechos conforme avanzaba, quería
oír el crujir de la madera vieja y húmeda del piso contra la suela de mis
zapatos, quería rozar con la punta de mis dedos la pierda fría de las paredes
mientras me dirigía a la puerta que albergaba mi deseo irracional de seguir
sintiendo ese temor en mi pecho. Con cada gota que caía se incrementaban mis
ganas de ver la cruz de madera que colgaba en la pared de la habitación, de
sentir ese clima casi helado pero tan bello que era causado por la falta de
iluminación y lo pequeño del cuarto. Y sin embargo, nada de eso importaba,
todos esos detalles y la localización exacta de la habitación en el laberinto
del viejo hostal eran irrelevantes contra lo que me llenaba con esas
imperativas ganas de volver: ella. Se volvió razón para amar a la disparidad de
las posadas que visitamos, se convirtió en motivo para correr agarrados de la
mano cuando salíamos del elevador, significó la calma de dormir en una cama que
era ajena para los dos. Esa imagen mental vislumbraba mientras la niebla
reptaba por la acera de la calle que daba a la entrada del hotel, una cama a la que no fui capaz de retornar ese día, no porque tuviera la necesidad, sino
porque de nada servía estar esperando a que terminara una de las peores tormentas
que había visto la ciudad. Sabía que tomaría horas, horas que quería pasar con
ella, minutos en los que sólo quería verla sonreír mientras estábamos acostados
ignorando por completo la comedia romántica que daban por la tv, segundos en
los que buscaría decirle de mil formas todo lo que significaba para mí.
Y por alguna razón que
desconozco, todo ese pensar ocupó mi tiempo mientras esperaba sentado en el
lobby. Esperando y esperando, revisando la hora incesantemente como era mi
costumbre, una costumbre muy innecesaria, el tiempo no significaba nada sin
tener qué hacer, a dónde ir o sin estar con ella, siempre ha sido una forma de
reflejar mi ansiedad. Algo me hace suponer que yo esperaba a que ella bajara,
que buscaría la forma de que cruzáramos la mirada cuando el elevador se abriera
para correr a brazos del otro, no sé. Analicé cada posibilidad en vez de
materializar una sola de ellas, pero había un miedo que me bloqueaba, uno
superior al querer estar con ella y no poder. En ese momento no lo sabía, o no
había ninguna evidencia concreta, en esa época de nuestras vidas el dejarla
representaba no volverla a ver en semanas, o meses, por las divisiones
geográficas que de forma tan egoísta nos separaban. A causa de eso le tomé una
estima inimaginable a los hoteles y sus canciones de elevador, representaban mi
unión con ella, y, como todo en el amor, la dualidad de tener que
dejarla. La tormenta terminó y salí a tomar un taxi que me llevaría a casa,
sin saber que había olvidado en el cuarto los libros que había comprado y que
esa era la verdadera razón para regresar al 313 del Hotel del Portal.
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