Qué estoy haciendo aquí? Me están esperando abajo en el carro y me escabullo por el viejo marco de una ventana de un departamento abandonado. Y por qué? Por ti. Es Navidad y me estoy ensuciando la camisa que escogí para la cena, el tiempo está en mi contra y esto me da mala espina, me llega el pensamiento de la molestia que le estoy causando al señor del sombrero al dejarme entrar a su hogar para acceder al edificio abandonado contiguo. Cómo llegaste aquí? Por qué me estoy tomando esta molestia? Por qué me ofrecí a esta encomienda? Es inútil intentar encontrar una respuesta para cada pregunta, porque si te lo explicara no lo entenderías, estás aquí por capricho. Todo está desolado aquí, creo verte entre todas estas cajas de archivos en este almacén de papeles apilados y olvidados por los dueños, pero te pierdo de vista y tengo que apresurarme a revisar las habitaciones restantes, sigo viendo el reloj. Nos esperan en casa y estoy infringiendo derechos de propiedad ajena, reviso oficinas cubiertas por olvido, recuerdos y ligeras capas de polvo, no logro encontrarte. Tampoco estás debajo del escritorio, me empiezo a desesperar, pero de alguna forma esta aventura improvisada me emociona. Recorrí el lugar de pies a cabeza y no te localizo, y pese a toda situación me hubiera empeñado a utilizar el tiempo que fuera necesario en ubicarte. Ante anuncios de que debo de regresar para no seguir causando molestia, retorno abatido a la habitación con el umbral por el que accedí, y ahí estabas, escondida. Nunca saliste de la habitación, asustada y clamando ser rescatada. No obstante, juguetona como siempre, me diste trabajo para poder tomarte entre mis brazos, pero todo fue bien recompensado, tu ronroneo siempre fue mi mejor regalo.
miércoles, 23 de enero de 2013
Porque te veo pero sé que no estás
La muerte es un estado simbólico, siendo la ausencia irreparable del ser, puede tomar un sin fin de significados y paridad en circunstancias. Si una persona estando viva jamás hace presencia en tu vida de nueva cuenta, está entonces, por definición conveniente, en calidad de muerto; si no se establece comunicación de ninguna clase y no hay existencia física presencial en los alrededores, viene siendo, en la práctica, como si estuviera muerto. Y por práctico que parezca, este punto de vista tiene una falla estructural: la resurrección.
Mientras que la palabra es un mito religioso y un término que acecha a los médicos, para nosotros, los que pensamos nuestra vida como seres ordinarios y fantásticos, representa una irritante posibilidad de inmiscusión. Dando a la persona por muerta y enterrada en viejos recuerdos, uno puede, por ejemplo, ser furtivamente acosado por la posibilidad de un reencuentro mientras se pasea lejos del hogar visitando bancas y puentes en la Argentina invernal, al sentir una mano tomar la tuya la mitad de una película de Bergman en una sala clandestina de cine en Bruselas o buscando petróleo en Machu Pichu.
Pero, gracias a la magia de la dualidad absoluta en todo estado y condición humana, existe la posibilidad de ver a alguien morir de pie, mientras continúa respirando y observándote, viéndola sabiendo que no está. Por ese motivo lo sé. Lo sé... sólo lo sé. Te veo y confirmo que pese a que estamos tomados de las manos frente a una iglesia, tú ya no estás aquí. Ante mi cita de las 5, tus ojos me dan a entender un significado más de la muerte, uno que jamás me hubiera gustado saber: la de perecer sin abandonar lo corpóreo. Sabía que esa sería la última vez que nos tomaríamos de la mano, que nos veríamos de la forma en que lo hacíamos, que cada uno tomaría su camino para adoptar calidad de muerto en la vida del otro. Y, sinceramente, espero que este estado mortuorio sea irreversible y no tengamos un embarazoso encuentro en alguna tienda de mascotas o en un cementerio, porque ambos sabemos que el otro no reaccionará como uno desea y tendremos un inefable pesar, que probablemente, no lo sé, tendrá que ver con que nos volveremos a sentir vivos y ansiosos de romper con la calidad ajena de muerto en vida, porque no te veo pero sé que estás.
Mientras que la palabra es un mito religioso y un término que acecha a los médicos, para nosotros, los que pensamos nuestra vida como seres ordinarios y fantásticos, representa una irritante posibilidad de inmiscusión. Dando a la persona por muerta y enterrada en viejos recuerdos, uno puede, por ejemplo, ser furtivamente acosado por la posibilidad de un reencuentro mientras se pasea lejos del hogar visitando bancas y puentes en la Argentina invernal, al sentir una mano tomar la tuya la mitad de una película de Bergman en una sala clandestina de cine en Bruselas o buscando petróleo en Machu Pichu.
Pero, gracias a la magia de la dualidad absoluta en todo estado y condición humana, existe la posibilidad de ver a alguien morir de pie, mientras continúa respirando y observándote, viéndola sabiendo que no está. Por ese motivo lo sé. Lo sé... sólo lo sé. Te veo y confirmo que pese a que estamos tomados de las manos frente a una iglesia, tú ya no estás aquí. Ante mi cita de las 5, tus ojos me dan a entender un significado más de la muerte, uno que jamás me hubiera gustado saber: la de perecer sin abandonar lo corpóreo. Sabía que esa sería la última vez que nos tomaríamos de la mano, que nos veríamos de la forma en que lo hacíamos, que cada uno tomaría su camino para adoptar calidad de muerto en la vida del otro. Y, sinceramente, espero que este estado mortuorio sea irreversible y no tengamos un embarazoso encuentro en alguna tienda de mascotas o en un cementerio, porque ambos sabemos que el otro no reaccionará como uno desea y tendremos un inefable pesar, que probablemente, no lo sé, tendrá que ver con que nos volveremos a sentir vivos y ansiosos de romper con la calidad ajena de muerto en vida, porque no te veo pero sé que estás.
martes, 22 de enero de 2013
Canción de Hotel
Miodesopsia en
mis ojos.
Despertar en
un cuarto de hotel.
Cigarrillos y
mentiras.
Yo soy un
niño, es demasiado pronto.
Era la primera vez que veía
llover así, y por alguna razón estaba asustado. No por el chubasco, o porque
estaba en el umbral de un hotel en el que no estaba hospedado, o porque me
esperaban con la preocupación de que llegara con seguridad a casa, o por el ruido
que causaba el granizo chocar violentamente contra la puerta de vidrio junto a
la que intentaba ver el exterior del lugar. Era suicidio salir, pero era aún
más descabellada la idea de seguir ahí parado, estático. ¿Qué es lo que había
pasado? ¿Qué era eso que sentía? Y más importante, ¿Por qué estaba asustado?
Quería subir corriendo los 3 pisos que recién había descendido, quería
revisitar los corredores que se volvían más estrechos conforme avanzaba, quería
oír el crujir de la madera vieja y húmeda del piso contra la suela de mis
zapatos, quería rozar con la punta de mis dedos la pierda fría de las paredes
mientras me dirigía a la puerta que albergaba mi deseo irracional de seguir
sintiendo ese temor en mi pecho. Con cada gota que caía se incrementaban mis
ganas de ver la cruz de madera que colgaba en la pared de la habitación, de
sentir ese clima casi helado pero tan bello que era causado por la falta de
iluminación y lo pequeño del cuarto. Y sin embargo, nada de eso importaba,
todos esos detalles y la localización exacta de la habitación en el laberinto
del viejo hostal eran irrelevantes contra lo que me llenaba con esas
imperativas ganas de volver: ella. Se volvió razón para amar a la disparidad de
las posadas que visitamos, se convirtió en motivo para correr agarrados de la
mano cuando salíamos del elevador, significó la calma de dormir en una cama que
era ajena para los dos. Esa imagen mental vislumbraba mientras la niebla
reptaba por la acera de la calle que daba a la entrada del hotel, una cama a la que no fui capaz de retornar ese día, no porque tuviera la necesidad, sino
porque de nada servía estar esperando a que terminara una de las peores tormentas
que había visto la ciudad. Sabía que tomaría horas, horas que quería pasar con
ella, minutos en los que sólo quería verla sonreír mientras estábamos acostados
ignorando por completo la comedia romántica que daban por la tv, segundos en
los que buscaría decirle de mil formas todo lo que significaba para mí.
Y por alguna razón que
desconozco, todo ese pensar ocupó mi tiempo mientras esperaba sentado en el
lobby. Esperando y esperando, revisando la hora incesantemente como era mi
costumbre, una costumbre muy innecesaria, el tiempo no significaba nada sin
tener qué hacer, a dónde ir o sin estar con ella, siempre ha sido una forma de
reflejar mi ansiedad. Algo me hace suponer que yo esperaba a que ella bajara,
que buscaría la forma de que cruzáramos la mirada cuando el elevador se abriera
para correr a brazos del otro, no sé. Analicé cada posibilidad en vez de
materializar una sola de ellas, pero había un miedo que me bloqueaba, uno
superior al querer estar con ella y no poder. En ese momento no lo sabía, o no
había ninguna evidencia concreta, en esa época de nuestras vidas el dejarla
representaba no volverla a ver en semanas, o meses, por las divisiones
geográficas que de forma tan egoísta nos separaban. A causa de eso le tomé una
estima inimaginable a los hoteles y sus canciones de elevador, representaban mi
unión con ella, y, como todo en el amor, la dualidad de tener que
dejarla. La tormenta terminó y salí a tomar un taxi que me llevaría a casa,
sin saber que había olvidado en el cuarto los libros que había comprado y que
esa era la verdadera razón para regresar al 313 del Hotel del Portal.
viernes, 4 de enero de 2013
Cada segundo (es egoísmo puro)
El verdadero problema con los activadores de malos recuerdos es que la memoria es individualista, egoísta natural. Cuando asignamos una porción de recuerdo a alguien, estamos condenando al abismo inexorable a todos los demás, porque, como idiotas, nos resignamos a ese control individual y no hacemos nada por intentar atribuir a alguien más el estímulo del dolor. Una canción, por ejemplo, si al escucharla nos trae un recuerdo indeseable de una persona, por qué no repartimos la responsabilidad? Por qué la unilateralidad del recuerdo? Si delegáramos el sector dedicado la reacción sería diferente. Execremos al olvido por proxy a todo lo que no merece permanecer.
jueves, 3 de enero de 2013
Sentimental
7 años han pasado desde que recibí la primera postal que, por alguna razón que aún desconozco, arribó a mi domicilio y no a España, a donde se supone que tenía que llegar. La primera recitaba lo siguiente:
"Adivina qué! Recuerdas que la otra ocasión estaba triste? Ya sé por qué... Lo estuve pensando, y pensando, y pensando. Suena raro, prometes no reírte? Me da miedo el paso del tiempo. Cuando veo a las personas mayores me da nostalgia de tiempos que no viví, me urgen unas ganas de conocerlas cuando eran jóvenes, y eso me da un sentimiento inexplicable. Me recuerda esa canción de "Los Beatles", se llama "When I Am 64". Me gusta, pero a la vez me entristece."
Tentado por la curiosidad, respondí. Le hice pensar a la chica que las enviaba que sus mensajes habían sido exitosamente entregados, y que eran correspondidos. Suponía que era una chica porque estaba firmada como "Tu chica hippie". Cosa que me extrañó, considerando la época en la que nos encontrábamos. Sin pensarlo dos veces, repliqué:
"Precisamente hoy vi una película de alguien que le temía al tiempo y a su decoroso paso. Todos a nuestra edad le tememos, porque desconocemos qué clase de persona seremos cuando la arena termine de caer. Concéntrate en disfrutar en plenitud tu juventud, y no te preocupes, que estoy seguro que cada segundo será clemente contigo."
Siendo honesto, no esperaba una réplica. Pensé que había sido una coincidencia, infortunio iluminador. Sin embargo, tuve la dicha de recibir una segunda.
"Pese a todo lo que me has dicho, aún así me da tristeza. No me preocupo del todo porque suelo cuidarme, mi deseo es aparentar otra edad. Además de que tenemos la dicha de vivir en una época con los recursos para ser jóvenes por siempre. Si la memoria no te falla, un día, cuando era pequeña, te confesé que mi deseo era estudiar Biomedicina. Mi deseo sigue en pie. Imagínate! Quizás puedo aportar algo! De igual forma, quiero vivir el presente, pero vivo con miedo de hacer tonterías que afecten mi futuro. Por eso quiero que mi forma de mantenerme siempre joven sea vivir en recuerdos a través de ti."
Venía firmada con el nombre de "Liss".
Anexada a la postal (de un lugar que nunca reconocí) colgaba una hojita de papel (de un color que no recuerdo) en la que estaba escrito (con algún color pastel) el siguiente verso:
"You'll be older too,
and if you say the word I could stay with you."
Nunca volví a saber de ella, no me atreví a responder. No quise terminar con esa ilusión. Oso decir que, sin quererlo, cumplió su cometido. Siempre será el recuerdo invariable de una persona que nunca conocí. Una marca que nunca sabrá del paso del tiempo.
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