"... Y pues, eres muy diferente a todos los tipos que he conocido, tienes todo lo que busco en un hombre..." fue el abstracto del diálogo que, para variar, me hizo ignorar el resto de la conversación para verme inmerso en un debraye personal de análisis innecesarios, porque probablemente lo anterior o posterior a esa frase era más importante que el disruptor en sí. No obstante, la frase tenía un peso sustancial: ¿Cómo es que soy ese "TODO" que busca esta chica? Parte de mí le daba la razón, pero esa misma parte que daba la razón era la que me hacía compadecerla. ¿Qué terrible destino deparaba a esta chica tras haber encontrado algo tan absoluto como un todo, una certeza indesfigurable? Mi postura siempre fue que era un capricho, pero con el tiempo algo de toda esa locura de lo invariable me hacía pensar que realmente representaba yo ese ser absoluto. Aun más terrible era el hecho de pensar qué sucedería conmigo después de esta declaración, porque se violentaría más al hacerme reposar con la responsabilidad de algo tan definitivo. Si algo estaba claro era que también yo sentía algo por ella, pero no lo suficiente como para saber qué contestar a semejante declaración, al menos de forma inmediata y sin tener en cuenta el tormentoso historial que teníamos detrás. Mi reacción no fue nada del otro mundo, al menos nada que no le sorprendiera a ella: Me mostré detractor de su postura y argumenté hasta llegar al punto donde me probé irrebatible y fue ineludible el punto de entronque de la discusión cuando ella pronunció: "Tú nunca te equivocas, siempre tienes la razón, no? Aquí la culpa es de los dos". Para entonces sabía que había ganado, el tema había sido desviado y la contingencia divergida. Debate, diverge, repite. Las diferencias eran circunstanciales, pero siempre funcionaba.
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